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23/01/2025

“La pasión fue mi pecado...”: adelanto exclusivo de “Señora de las Indias”, la nueva novela de Alberto S. Santos

Fuente: telam

Infobae Cultura publica el primer capítulo de esta novela histórica que sigue los pasos de Juliana Dias da Costa: reconocida médica, espía y líder militar del Imperio mogol que vivió un amor prohibido

>Alberto S. Santos acaba de publicar Señora de las Indias, una novela que relata la historia de Juliana Dias da Costa. Ella es la protagonista de este texto que explora su vida en una época marcada por las limitaciones impuestas a las mujeres: el siglo XVII. Esta figura histórica se convirtió en una de las personas más influyentes del Imperio mogol. Detrás de las etiquetas, vivió un romance prohibido con el emperador, vínculo que trascendió sus diferencias culturales.

Nacido en Portugal en 1967, Alberto S. Santos es conocido por su habilidad para transformar hechos históricos poco conocidos en grandes novelas. Lleva publicadas varias obras como Amantes de Buenos Aires, La profecía de Estambul y El secreto de Compostela, todas ellas editadas por Editorial El Ateneo entre 2021 y 2023. Estas novelas han sido éxitos de ventas y han sido traducidas a idiomas como el polaco y el serbio, consolidándose en el género histórico.

La pasión fue mi pecado; el amor, mi fortaleza, y la intuición, mi guía.

La misión fue mi destino.

Y la fe, mi salvación.

Desde la adolescencia, cada vez que necesitaba esconderme o rezar, me acostumbré a ver en aquel árbol sagrado de los hindúes un puerto seguro. Igual que los devotos de Krishna, creía que el baniano, como también lo llamábamos, cumplía, uno a uno, todos mis deseos. Cierto día, la propia Anju me contó que aquella higuera representaba la vida eterna, con sus ramas siempre en infinita expansión. Y era verdad: 8 de sus gajos nacían raíces que colgaban hacia el suelo y que generaban, a su vez, un sinfín de nuevas raíces y sucesivos gajos. Aquella higuera era, efectivamente, eterna e inmortal. Y, por eso, sagrada.

Allí recostada, mientras aguardaba el momento, recordé a la dulce Anju, la fiel servidora de mi madre, a quien había acompañado desde la masacre de Hugli, del otro lado de la India. Fue ella quien me reveló el Olimpo hindú que habitaba en los banianos.

—¿Ellos son los que rugen allí adentro, con el viento? —pregunté yo, encantada.

Ella me lo confirmó con la cabeza y yo le creí.

—Uy —solté, con los ojos abiertos de par en par—. Creo que vi algunos. Son como ardillas púrpuras gigantes. Parecen diablos saltando entre los árboles. —Y alcé las manos como las ardillas, poniendo los dientes para afuera, y haciéndola reír, divertida y feliz.

De hecho, vistos en retrospectiva, aquellos animales del bosque indio, de color añil, naranja y púrpura, y tan antipáticos, me parecían la personificación perfecta de los kinnaras de Anju. Durante mucho tiempo había uno en la parte trasera de mi casa en Deli. Siempre me miraba con cara de espanto, como si yo fuera la rareza.

—Finalmente —Anju abrió los brazos, como anunciando una gran noticia—, tenemos a los gandharvas, los músicos celestiales, que habitan en las ramas de estas higueras de magníficos frutos rojos.

—¡Los pavos reales! Son los pavos reales, Anju. Lo sé. Tienen cien ojos cuando abren esas enormes colas azules y parecen habitantes del cielo.

Tiempo después, cuando en catequesis me dijeron que todo aquello era mentira, se lo conté a Anju y ella puso cara de ofendida y me lanzó una mirada penetrante, como si quisiera reprenderme por dudar de sus creencias.

La campana de la iglesia goana de São Paulo tocó once veces. Todavía disponía de bastante tiempo. Miré alrededor. Como sucedía cada vez que regresaba, todo parecía seguir en el mismo lugar, igual que en mi feliz adolescencia y en la intrépida primera juventud que había pasado en esta ciudad. Aquí había descubierto por primera vez la alegría y el sufrimiento que podían provocar las mariposas cuando decidían revolotear en mi estómago. En Goa había adquirido las primeras y principales herramientas con las que Dios me preparó para el banquete de la insólita y sorprendente vida que Él me otorgó.

En verdad, lo que me sucedió fue algo tan doloroso como extraordinario. ¡Ay, si el padre Magalhães supiese...! Desde luego que solo podría confesarme a un jesuita. ¿Quién más me habría de escuchar, comprender y perdonar tantos pecados? Solo un ignaciano me parece capaz de entender que el diablo, incluso invitándonos a comer y a dormir en su casa, no siempre logra impedir que un creyente entre en el paraíso. Y un jesuita es quien mejor sabe distinguir la ciencia que gobierna la tierra de la que gobierna el cielo.

Mientras rememoraba parte de mi pasado, vi una pequeña abeja que se aproximaba a una hoja del baniano, donde se disimulaba una tela de araña. Quedó presa allí e inició una batalla individual para liberarse de aquella trampa imprevista. Batía las alas con ansia y trataba de librarse de los pegajosos hilos, pacientemente entretejidos por una araña gris. Las pequeñas patas ayudaban como podían, pero la lucha era muy difícil. La araña, enorme y quieta como una esfinge, observaba, desde la punta más alta de la tela, el esfuerzo de la grácil abeja.

—Madre, ¡saca a la abeja de la tela! ¡La va a matar! —grité, asustada.

—¡Querida Juliana! ¡Qué grande que estás!

—¿Qué sucede, mi querida?

—¡Sálvela, por favor! —imploré.

Entonces, como una sombra salida del círculo interior del árbol, había aparecido la providencial Anju. Estiró la mano, envuelta en un paño a modo de guante, hasta la hoja del baniano y estrujó a la araña, salvando al insecto, que, luego de que lo ayudaran, se despegó de la tela viscosa y desapareció de inmediato en el horizonte.

—Ahora sí que creo en los espíritus de los árboles. —Y volviéndome hacia los otros dos adultos, dije—: Saben, ¡Anju es una yaksha!

Fuente: telam

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