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03/07/2025

Todo lo que enseña Mary Shelley sobre la culpa, el amor y la soledad

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La reedición de “Mathilda” por la editorial Mar de Fondo, invita a explorar los límites del sufrimiento humano y la ruptura de tabúes en una novela que revela la complejidad emocional de su autora

>Una joven aparece navegando a toda velocidad sobre un lago escocés. Viste de blanco, su cabello suelto flota con el viento, sus brazos reman con una fuerza inesperada para su edad. Al llegar a la orilla, un hombre la sujeta y la abraza. Es su padre. Hace dieciséis años que no se ven. Durante años, él no había podido soportar ni siquiera la idea de mirarla. Ahora, la reencuentra en un instante que cambia para siempre la vida de ambos. Así comienza la breve e intensa novela Mathilda, escrita por Mary Shelley entre 1819 y 1820, pero publicada recién en 1959, más de un siglo después de su redacción.

Narrada como una larga carta póstuma, Mathilda cuenta la historia de una joven que, a punto de morir, decide escribir su biografía para explicar la causa de su reclusión. “Sé que voy a morir y me siento feliz, alegre […] Empiezo a escribir mi trágica historia” (p. 2). Desde la primera página, el tono es sombrío y de un fatalismo irrevocable. Mathilda se define como alguien “absolutamente sola en el mundo” y relata cómo una infancia de aislamiento, marcada por la desaparición de su padre y la frialdad de su tía, la convirtió en una criatura melancólica y fantasiosa. Su único sueño era reencontrarse con ese padre ausente, a quien idealiza como su único posible compañero.

Cuando él finalmente regresa, la felicidad es absoluta. “Todo a mi alrededor cambió, todo dejó de ser tétrico y uniforme para convertirse en un esplendoroso escenario de alegría y encanto” (p. 12). El padre, por su parte, encuentra en Mathilda un consuelo al dolor de haber perdido a su esposa. La ama con un amor total, absoluto, que gradualmente se transforma en algo que ya no puede nombrar. Al descubrir que otro hombre se interesa por ella, el padre cae en un abismo interno: “Desperté a una vida nueva, como el que muere en la esperanza y se despierta en el infierno” (p. 32).

El manuscrito de Mathilda fue rechazado por el editor de Shelley, que temía su “contenido escandaloso”. El texto permaneció inédito durante más de cien años, lo que quizás explica su rareza formal. Es un libro sin diálogos, sin estructura convencional, sin redención posible. Un único monólogo, íntimo y desesperado.

Desde el punto de vista del contexto político, Mathilda es un texto que aparece cuando las esperanzas revolucionarias del romanticismo se disipan. Shelley había crecido rodeada de figuras como Percy Shelley, Lord Byron y Godwin, todos creyentes en la libertad individual, el amor libre y la abolición de las convenciones morales. Pero en Mathilda, esas ideas encuentran su reverso: el amor absoluto, llevado al extremo, se vuelve destructivo. No hay sociedad que pueda aceptar esa pasión; no hay utopía romántica que la redima.

Mathilda es una meditación sobre la imposibilidad de entender el deseo, sobre el aislamiento que impone el secreto, y sobre los límites del lenguaje. También es una crítica feroz a las expectativas puestas sobre las mujeres. Mathilda queda sola, no porque haya cometido un crimen, sino porque su vida ha sido invadida por una tragedia sin nombre.

Al final de la novela, Mathilda vive en una casa solitaria, rodeada de páramos. Alimenta pájaros, conversa con su arpa, observa las nubes. Ya no espera nada. “Ya no más canciones ni sonrisas, no más paseos despreocupados que sabían despertar en el alma el interés por lo que la rodeaba” (p. 44). Pero el texto que escribe, y que deja para su amigo Woodville, es su forma de dejar una huella. De decir “esto me pasó, esto nos puede pasar”.

La última imagen no es de redención ni de castigo. Es simplemente la de una muchacha que, como Edipo, ha cruzado el bosque de las Euménides. “Ahora Edipo va a morir”, dice en la primera página. La novela completa es ese tránsito hacia la muerte, no como castigo, sino como único espacio de paz.

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